Salió corriendo de su casa con un nudo en el estómago. Apenas acertaba a encontrar las llaves y le temblaba todo. Cerró la puerta como pudo y se deslizó por las escaleras envuelta en un permanente vértigo. Alcanzó la puerta de la calle y corrió. Corrió con todas sus fuerzas, con la mirada perdida y golpeándose con todo lo que se cruzaba en su camino. Perdió un zapato pero no se detuvo... sólo quería huir. Lo más rápido y lejos posible.
No le brotaban las lágrimas pero le torturaba la rabia contenida y la desesperación.
No le salían las palabras pero le ahogaba el miedo, la decepción y el desconsuelo.
A los pocos minutos, o quizás fueron horas, el día se nubló, el cielo se tiñó de gris y empezó a llover. Primero suavemente y después desconsoladamente. Se caló hasta los huesos... y cuando no pudo soportar la angustia durante más tiempo, se detuvo en seco, arrojó con fuerza el jarrón al suelo, que se hizo añicos, y miró hacia arriba. Entonces, rompió a llorar atormentadamente. De rodillas, siguió llorando, empapada, hasta que no le quedó ni una sóla lágrima. Jamás volvió a llorar.